¡Que yo quiero tu queso!
Era ese olor, que respiraba y sólo olía eso eso eso, y es que eso, eso sí que era queso, sí señor. Que sabía estupendamente, o al menos, yo fantaseaba con ello. Y yo enseño lo importante a once, nueve, siete, y cuatro primaveras, les acostumbro al caos del orden, les prevengo de lo difuso, pero sin ser confuso. Y la foto de la columna izquierda va a tono, color, y forma, con los dos capiteles y la bañera, con el agua cambiante cada decena de años y el empañamiento del túnel negro con sus treinta y dos estalagmitas. E intento enrasarlas con sedas anti-verde, pero la melodía del lobo suena y el juego de las butacas y su espera resuena, encadena, vuelve, y lo que es peor, pesa. Cada noche, el gancho que agarra y remata, cada día, de noche y día. Estamos en vacaciones y tus hamacas son la mejor benvenida a tierra; pilótame hasta Suecia y mándame luego por correo, como hacía Otto, ilusiones que se conviertan en realidades, donde las realidades sean quesos, y tú, seas eso.
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