Soy yo la que decido cómo me llamo
Un miércoles cualquiera Almudena amanecía y se colocaba de rebote en la escalera de Amarillo: quizá mejor no mover más la historia y el sabor que queda en la boca no es tan dulce. Pero las ganas de hablar le crecían mientras desgastaba las baldosas. Se decidía entre huir de las piernas de Amarillo o tirarse a ellas. Cuando volvía al aula, sacaba los kleenex del bolso para no mirar más allá de la pantalla del ordenador y que le vieran llorar. Cada vez que ponía la mano en el ratón y apretaba el Alt para sumarlo al tabulador, se encogía. Más de ciento dos sillas vacías se acumulaban ya a esas alturas. Y otra que se sumaba a la lista.
La próxima vez que le viera no aguantaría y se comería la noche en su piel, pero ahora no iba a ser esa vez. Acercaba la silla a la mesa y se compadecía del ruido que hacía el móvil cuando caía al suelo y se quedaba sin batería. Y seguía sin importarle el comportarse como un testigo o el acordarse de Amarillo porque el día se lo pidiese; hasta que se resbalaba por las piernas, y se tropezaba con sus pies. ¿Volver a tener que dejar el móvil a un lado para quitarse las ganas de mirarlo constantemente? se negaba a pasar por ahí, al igual que no quería esconderse detrás de una puta esfera conocida como ‘realidad’ donde fuera un solo personaje de un cuento, porque Almudena, me contó, quería historias de vida, no historias de cuento, porque Almudena, observé, también quería ser un color. Me dijo que era ella la que decidía cómo llamarse, y que aquella misma tarde le balbuceó a su remache que la diferencia era que él tenía que borrar las citas que había planificado con otros tornillos, mientras que ella ni las planificaba porque realmente quería dedicarle su tiempo. Porque Almudena, se tiraba de cabeza al mundo, al mundo, y a sus piernas. Con o sin inclinómetros, al mundo y a sus piernas.
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