Rumbo al norte
Me pongo a Frankenreiter y la furgoneta alemana se me cae encima. Arañazo en el brazo derecho y el cerrojo cerrado. Vuelvo con una isla conocida y cambio de orientación al piloto: rumbo al norte. Menos giro de pantalla, más aislamiento acústico, con el agujero taponado. Músculos que trabajan solos y que danzan al unísono, que se alegran de no contestar a la llamada, que se quedan en su sitio sin desesperanzas, que sudan y trabajan. Huele a cuero, el duende asiente, el mapa busca sitio, el destino recorrido se apunta solo en la isla, se sube la música, se baja el polvo, subo por él, escalo hasta él. Kundera se va acercando al final, y no hay más vidas para comprobar. Treinta años de guerra y fotos similares, pero con trasfondo distinto. Y sigo poniéndole una ‘n’ a la palabra. Y es que hay cosas que no cambian, hasta que deciden mejorar. La venda preside la mesa y el nuevo collar supera al reproductor de música. Las pipas de la Calle Mayor siguen sin sal, y los rayos incitan a sacar los catorce botellines ahora que la terraza es, al menos en parte, sólo para ti. Y cambio la orientación: al norte, por favor. Porque cambiar las maderas de lugar, es necesario hasta que encuentre las mías propias.
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