Cuatrocientas ochenta horas

¿Hasta qué punto? Drácula huele a negro y rojo suave mientras el metro se llena de un acento intenso y algo perverso. Un nombre guarro. Celcaur observado, rodeado. Escuchas y prestas atención, hablas de politiqueo y no sé hasta qué punto afecta la concha en este juego. La recojo y te la doy, un regalo, supongo. Soportes lisos pero curvos, pelos ambientados, decididos, sensibles, honrados. Ir y cambiar de línea para marearse con las historias del videoclip, jugar a expresar con palabras modificadas y algo inventadas. Corrientes alternas y de piernas intensas. No te enteras, no sabes de quién hablo, comprendes, asientes, imaginas, desmientes. Las cartas llegan y las estudias con imaginación, profundizas y haces de la canción una admiración. Al fin y al cabo, ¿qué serías?. Los colores sorprenden; la altura y el peso, se someten. El segundo apellido, se pierde. Espera, espera, que hay hasta unas fotos. El bus se retuerce y la mano se estremece. De verdad, yo no me lo acabo de creer. Fue como aquel principio en el que las historias me causaron desequilibrio. Unos meses por delante, que de nuevo reaparecen, inventan, crecen. Que son cuatrocientas ochenta horas, que no me conviene, que no sé dónde me meto, que el nueve llega, a la vez que se aleja. Que no me conviene. Y lo sé, pero las acciones distan del pensamiento en más de una ocasión, admisión, ¿dimisión?. Enviar para luego arrepentirse, intentar centrarse. Tus objetivos los tienes claros, no alterados. Tus principios, nítidos. No confusos. No difusos. Eso es lo primero para ti, lo segundo después de mí. Que son cuatrocientas ochenta horas, que cada hora supone un peligro conociéndome, que puede pasar de todo, que me da miedo. Y dime tú cuándo termino de teclear, cuándo llegará. Que es más interesante de lo que te crees, que la sensibilidad se alza en dos, que el foco alumbra por el balcón. La farola giró, las horas pasaron, y nada, o todo, ocurrió.